Pero también, entre mis favoritos, se encontraba el gran maestro de la sátira y del humor maquiavélico, el gran amigo, Renato Leduc, cuyos poemas burocráticos y un corrido reaccionario, me adjudicaron la reinauguración del teatro Guerra, que se ubicaba en las calles de Serapio Rendón 90, y que pertenecía a los jesuitas.
Por cierto, en ese sala teatral, presenté la poesía de Efraín Huerta, porque tenía muchas cosas que decirnos, desde el alba y sus hombres y mujeres poéticas, que se anudaban y se desanudaban, entre las pasiones humans y los deseos más ardientes de la anatomía física.
Fueron unos tres años de temporadas. Sin embargo, como éxito financiero, fue un fracaso, y siempre me condonaban las deudas, entre luz y alquiler, para que siguiera adelante.
En unas vacaciones fuí a visitar a mi tío Julián. El tío Pepe ya había muerto y también la tía Soledad. Mi papá todavía vivía, pero ya muy viejo, y sobre todo lúcido, mentalmente.
El tío Julian, como siempre, me recibió con un fuerte abrazo, hecho que se llevó a cabo, cuando había terminado con sus curaciones, de los pacientes que lo seguían frecuentando.
-¿Cansado?
-Sí, hijo; muy cansado, pero que puedo hacer, tengo todavía mucha clientela y los de siempre que no faltan...¿Cómo has estado? ¿Adelgazaste, verdad?
-Sí tío. La obra requería a un personaje flaco y pues me puse a dieta. Vieras que me siento bien...Y tú, ¿tú estás bien?...
-Sólo la hernia que ya ha crecido; me pesa mucho...yo creo que ahora sí que me la opero.
Después de otras explicaciones nos llamaron a comer. Por cierto muy sabrosa comida casera, como lo señalan algunos restaurantes de barriada, y así lo dijo Esther, a quién conocía de años y que había entrado de ayudante. Ahora no sabía que cargo ocupaba, pero si seguía siendo ayudante, como cocinera era magnífica. Su guisado estuvo muy sabroso, claro, con el apetito que uno lleva cuando se visita a la familia.
Se echó un par de aguardientes y aproveché para hacer algunas preguntas, que me permitirían seguir pensando en la bola, que había conmocionado al país y que había hecho huir a muchos hacendados y habían exterminado a muchos extranjeros, entre ellos, gringos y alemanes, más gringos, que de otra raza
-Tío...¿Por qué la guerra y no...
-La guerra era lo único que podía acabar con las haciendas y el latifundismo...Los científicos de Porfirio Díaz, el más joven tendría como 75 años, ¿iban a entender con palabras la necesidad del cambio?. El mismo Porfirio, ochentón, que se había reelegido al inicio de 1910, y que nos orilló a la revolución, ¿entendería a los mexicanos pobres, la gran mayoría campesinos? ¿Los entendería? Desde luego que no; además era un dictador, un totalitario, dueño de vidas y de haciendas cuya firma era: Mátenlos en caliente y después averigüan...
Otro aguardiente y continuó:
-El país no podía salir de su pobreza con puras promesas. Y el cabrón de Diaz sólo prometía, pero no cambiaba su técnica ni quería abatir su reputación, creo yo, sirviendo a los pobres campesinos, porque México, en sus tiempos era un país agricultor.
-Pero hubo muertos y muchos quedaron inválidos...
-Así es la guerra, mi hijo. Algunos mueren...
-Se habla de un millón
-Es una cifra. Los que murieron no supieron que su sacrificio no sirvió para nada. Yo, afortunadamente, no recibí ni un balazo, ni una cuchillada, ni me perforaron la panza con la bayoneta. Yo no fuí un santo. La ametralladora que me cargaba abatió a muchos, de eso estoy seguro.
-Entonces, no hubo la oportunidad de otro medio, en donde la política o la diplomacia, hicieran su obra para evitar el derramamiento de sangre.
-Desde luego que no. Imagínate si el gabinete de los científicos iba a parlamentar con Madero. La órden del levantamiento se dio después de tanta promesas rotas. A Díaz había que sacarlo de Palacio a punta de balazos. Y así fue.
-Murió mucha gente inocente.
-Así es, hijo. En las revoluciones y en las guerras mueren también los inocentes. A veces son los primeros que caen. Y son campesinos que endiosados con sus patrones, los hacendados, daban su vida para que se salvaran. Eso no es amor a su raza, estaban columpinados, humillados a esos jijos de su desgraciada madre. Quizá por eso yo no me arrepiento de haber matado a tantos, y sobre todo, a la soldadesca federal que defendía a Díaz . ¿Cómo era posible éso si la gran mayoría provenían del pueblo, de familias pobres, de campesinos, ignorantes sí, pero con una gran capacidad para obrar de esta o de aquella manera, y siempre buscando su beneficio. Tenían derecho a hacerlo; pues que nada más los científicos y los catrines.
-Tío, ¿alguna vez pensaste como pacifista? Es decir, el órden, la ley, las instituciones.
-¡Como jijos de la guayaba no!. Cuando era muy chamaco, seis o siete años, no pensaba en matar. Pero una vez que comprendí que no había otro otro camino, pues a la bola, junto con Pepe y tu padre.
-¿Tuviste miedo?
-¡Como carajos no! Balas cruzadas, zigzagueantes, cañonazos, directas a la cabeza, luchas de cuerpo a cuerpo; sangre por todos lados...y cuando amanecía, pues con Villa se luchaba de noche, retornábamos los vivos, para echarnos un taco y dormir, mientras nos dejaban. Otros compañeros se encargaban de recoger los cadáveres para enterrarlos, y si había algún herido, pues a llevarlo a los carros del tren, que habían sido destinados para esos menesteres, ya sabes operaciones y curaciones. En ese sentido Villa fue muy cuidadoso...Sí, hijo, eran jornadas de sangre y fuego...el infierno visitando la tierra, la muerte trabajando cada minuto de la existencia...y luego, los adioses a los amigos y compadres, y ver por la viuda y sus hijos, mientras se podía, o se unía a otro soldado. Esa fue nuestra vida y hoy la recuerdo como algo lejano que se asemeja a una operación, de la que sales bien, pero que tardas meses en la recuperación. Y pasado el tiempo ya no te acuerdas que te quitaron la vesícula o un par de dedos del pie izquierdo.
Llegó Esther para indicarle al tío Julián que ya habían llegado los enfermos de la tarde. Nos levantamos los dos, él con gran esfuerzo, y nos abrazamos. Me despedí de Esther y salí de su casa, en aquella vieja colonia y me desplacé hacia el autobús que me llevaría directo a la terminal.
No estaba deprimido por lo que me había contado el tío Julián. Estaba realmente angustiado de pensar que las revoluciones o las guerras se darían siempre, aunque hubiera intermediarios que buscaran soluciones para continuar viviendo en la paz. Y me preguntaba, ¿Y a los dictadores cómo tirarlos del poder?. No había de otra, ¿sólo la guerra? ¿o la revolución? Y qué de aquellos países que se creen los gendarmes del mundo, y que han ocupado a países, bajo un pretexto baladí, para hacerse dueños de sus materias primas, como ha sucedido en el mundo presente, con las guerras en Irán, Irak, Afganistán, y otras.
¿Por qué no vivir en paz?. Pero México primero y después la Rusia zarista, con sus revoluciones, nos enseñaron que no podía haber otra salida, ni otro camino que tomar, como no fueran las armas que, como lo dijo un viejo, en una película, y que se me grabó profundamente:
-En tiempos de guerra los padres entierran a los hijos.
DON RENATO PURAFACHA
Jueves 7 de Enero del 2010
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