Un día apareció mi tío Julián. Había venido a la capital para visitar a una enferma y aprovechar su estadía, para hacer algunas compras. Yo lo acompañé a los almacenes, y después nos fuimos a comer. Venía muy rejuvenecido y estaba muy alegre; su sonrisa era abierta y enseñaba sus dientes, un tanto amarillentos. Me pareció muy repuesto, pero ¿de qué?
-Vayamos a comer paella, ¿sabes dónde?
-Por supuesto, tío. En las calles de Uruguay hay un restaurante español en donde cocinan una paella deliciosa.
La verdad sí conocía el restaurante, pero por fuera. Nunca había entrado y mi imaginación se había desbordado al asentar lo deliciosa que era, sin haberla probado nunca. Y no nos fue tan mal, realmente tenía todos los ingredientes y las carnes y pescados y mariscos y como yo estaba un poco estragado, ya saben la falta de dinero y también porque suplía a un viejo maestro de órgano, en un cafetín de mala muerte, mientras él andaba en las aguas, Así que me pareció una jornada culinaria de primera. Mientras comía recordaba que sólo recibía 25 centavos por un par de horas de estar sentado en el piano, mientras el maestro recibía un peso, y la cena. A mí un café negro. Aunque a veces, el cocinero, me regalasba una torta de milaneza que engullía, casi a escondidas, o cuando estabas muy ocupado el patrón, y no volteaba ni a verme.
De todas maneras estaba contento porque esos centavos, me servían para comer, cuando no llegaba a la vecindad, donde vivían mis adorados tíos, para sentarme a la mesa con ellos, y saborear, lo que comunmente cocinaba mi tía Amalia: un caldo de res, que repetía casi siempre. Estaba joven y necesitaba alimento para crecer, pues quería ser alto. Sólo llegué a medir un metro setenta centímetros, y casi siempre flaco, muy flaco que un día, cuando ya era un poco conocido, me gritaron: Orale chamaco, toca como si fueras Birimbao. A partir de esa fecha me empezaron a llamar el Chamaco Birimbao, más tarde le puse el apellido de Entralgo, y finalmente, me bautizaron como el Chamaco Birimbao Entralgo y Barra Libre.
Sentados cómodamente al fondo del cafetín, y sin que nadie nos molestara, porque éramos desconocidos para la tertulia presente y porque, cada mesa, estaba ocupada en su charla respectiva. Algunas damas presentes, entre actrices y coristas, que provenían de la farándula del Salto del Agua, reían estrepitosamente, lo que ocasionaba que volteáramos a verlas.
-Oye, tío Julián, ¿por que razones Venustiano Carranza que era coahuilense se unió al grupo sonorense, en donde estaba Alvaro Obregón, y que siendo el caudillo mandó a matarlo allá por Puebla. ¿Qué arrepentidota se habrá dado, no crees?.
-No es un misterio. Obregón lo elevó a la primera magistratura. Él y Calles y otros generales intervinieron pero la ruptura vino cuando presentó a un civil como candidato, para sucederlo. Eso los disgustó y luego la entrada de Villa y Zapata a la capital. Hubieras visto qué grandioso fué y sobre todo, cuando Villa se sentó en la silla presidencial.
-Los del norte siempre estuvieron unidos pero a la vez eran celosos. Si como jefe constitucionalista fue respetado Carranza, inclusive por Villa, imagínate ya como presidente. Claro que la armonía no podía durar mucho y luego siendo hombres de mando y creídos de ser los hombres supremos, el asunto tenía que decidirse por el asesinato.
-Tenemos el antecedente de Emiliano Zapata que había sido asesinado en 1919. Los generales irían disminuyendo, sobre todo con Obregón, cuando se reelegió rompiendo el Sufragio Efectivo. No reelección. Por eso, pienso ahora, que fue asesinado, y no por el asunto religioso que antepusieron como norma los inspectores que fueron llamados para las investigaciones. Bueno, quitaron a uno y luego pusieron a otro. De todas maneras ¿quién podría ser el beneficiado? Calles eras el único que saldría incólume, casi limpio, y entonces el camino estaba expedito para seguir gobernando, a través de sus paleros, conservando el poder ejecutivo, hasta que Cárdenas lo orilló a salir del país y acabar con su caudillaje.
-Tío, cuéntame algo de la guerra, porque supongo que hubo una guerra entre mexicanos, porque no hay otra manera de ver las matazones en muchas partes del país, sobre todo en el norte y centro. ¿Cómo se comportaban los soldados? ¿Tenían miedo al entrar en combate?. Cuéntame...
-Cuando son primerizos en las batallas los rostros de los soldados y campesinos y trabajadores que entraron a la bola están como estirados y solemnes, algo así como si fueran a un oficio religioso. Una vez que se inicia la acción y empieza la balacera y los cañonazos y avanza la caballería, y desde luego, después de echarte unos cuántos buches de sotol, todo cambia. El ambiente de guerra te mueve a pelear so pena de que te metan un balazo, en la cara o en el cuerpo. El ejército federal era también bravo y de que se atrincheraban no había forma de sacarlos sino a mentadas de madre, a balazos y a bayonetazos. Entre ambos ejércitos regamos mucha sangre. La verdad, la revolución fue terrible y espantosa.
-Con Villa fue diferente hasta que perdió en Celaya, operación guerrera que dirigió Alvaro Obregón, un buen estratega que a cañonazos derroto a la caballería de los dorados, en cada embestida. Pero Villa era cuidadoso de su gente y tenía oficiales de sanidad, enfermeras y doctores que formaban grupos heterogéneos, y que laboraban y operaban en trenes especiales. Y cuando había muchos heridos, se montaban enormes tiendas de cirugía, bajo el sol quemante de los desiertos del norte.
-Villa fue un gran general y de enorme humanismo hacia sus hombres, tanto a los dorados, como a sus bandas de música, que siempre habrían las batallas interpretando la música de la revolución. Y, luego, por doce o veinticuatro horas, en la retaguardia no se sabía nada de nosotros, ni cuántos muertos había y sólo se decía: la batalla sigue su curso.
-Cuando llegaban los heridos, lo primero que hacíamos, era revisarlos para saber quiénes eran. De los muertos sólo con verles la cara, que no tenían ningún impacto, sabíamos que fulano, mengano y zutano estaban muertos. Nos preocupábamos más por nuestros familiares. Yo pensaba en tu padre y en mi hermano Pepe. ¿dónde andarán? ¿Estarán vivos o muertos?, me preguntaba y cavilaba, hasta que sabía que de ésta se habían salvado.
-Creo que todos los que habíamos peleado de noche y estábamos de descanso, hacíamos a un lado la dormidera para estar presentes con nuestros compañeros. Y cuando llegábamos al campamento, donde estaban las mujeres, el chilladero era como una tormenta en nuestros oídos y que estaban ensordecidos por tanta bala de rifle y canón y rociadero de mi ametralladora, como un traca traca.
-Entonces sí tenían miedo; miedo, siempre.
-Los rostros se nos ponían amarillentos y tensos. Rostros oscurecidos por el fragor de la metralla y del polvo que levantaban los cañonazos. Miedo que nos conducía a una temblorina terrible, espantosa, que a veces se pensaba que era mejor estar muerto.
Se hizo de noche. El tío Julián se regresaría al otro día y nos despedimos, porque la madre de la enferma, le había pedido que se quedara en su casa, allá por Tacuba. Nos dimos un fuerte abrazo y tomó un cocodrilo en Reforma.
Mientras llegaba al trabajo de esa noche, ya un poco tarde, pensaba en los horrores de la guerra y las peguntas que se hacían los valientes revolucionarios de Villa:
-¿Cómo están los heridos?.
-Mal. La mayoría son amputaciones.
-Tienes alguna idea de las bajas.
-Son muchas y no podría decirte el porcentaje aproximado. Son muchas; lo sabremos mañana cuando se levanten a los muertos.
A los muertos y me dije, ahora tengo muchos, mientras llegaba al cafetín donde empecé a tocar los boleros triunfadores en las voces de los tríos, que ya famosos, cantaban en el Follies Bergere o en el Margo, los teatros de las variedades de la capital.
DON RENATO PURAFACHA
Sábado 23 de Enero del 2010
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