domingo, 10 de enero de 2010

-VII- MI TÍO JULIÁN Y MIS OTROS TÍOS Y TÍAS

Una tarde, en que mi mamá estaba descansando, medio acostada en su cama, y leyendo el periódico, me atreví a hacerle una pregunta, específica y pretenciosa. Entraba a su recámara como a mi cuarto, pero por las noches se encerraba, y no la habría hasta el día siguiente, cuando tenía que desmañanarse para cumplir con las obligaciones caseras. Preparar el desayuno, enviar a los más chicos a la escuela, y luego le daba instrucciones a la sirvienta, para la limpieza y lavado de la ropa.

-¿Cómo te conoció mi papá?.

Mi madre Josefina era hablantina. Fuera con nosotros o con extraños, nos platicaba hasta lo que no debía salir de la casa. Por eso eran frecuentes los pleitos entre ambos. Era alegre y le gustaba cantar, y como se sabía muchas canciones de la Revolución, pues a cantarlas, sobre todo, cuando mi papá se sentaba a comer. Era un placer compartido.

-Lo conocí en una reunión de los exrevolucionarios, allá por 1927 o 28. No era el dirigente de los muchachos que pelearon con Villa, pero tenía su lugarcito, porque sabía hablar y decir sus cosas, diligentemente y con gracia. Si él hubiera querido habría llegado a ser o un diputado o presidente municipal; más para arriba, quien sabe, porque no era afecto a ese tipo de reuniones pues, no se congraciaba con la gente adinerada, y menos con los funcionarios, de los cuales, el más temible era un gobernador, de mala leche, aunque hubo otro más tarde, peor que éste. Allí lo conocí y me vio por primera vez. No se que pasó pero a los pocos días ya vivía con él. Mi madre, Manuela, me dio su bendición y me dijo que tuviera cuidado, porque había sido revolucionario, y siempre estaban a la caza de mujeres jóvenes.

La madre de mamá tenía sangre francesa. Había venido a México Lizette y aquí se quedó. Se enredó con un mexicano y parió a mi abuela, quien a su vez, se juntó con Carlos, indígena mexicano y así, otra vez cruzada la sangre, nacimos nosotros, catorce en total. El mayor era yo y por esa causa, el consentido-casi desde niño-, pero al paso del tiempo y con la rebeldía que ya se me daba, me fueron orillando hasta que, definitivamente, me fui a la capital, pues ya tenía organizada mi vida y mi vocación.
-Mamá, ¿quisiste a mi papá?
-Por supuesto sino no me hubiera juntado. Más tarde, cuando los negocios crecieron y se abrieron otros, me tuve que casar por lo civil. Por la iglesia ya no se podía, pues tu padre y yo, habíamos adoptado otra religión, de origen protestante. Así que nunca de blanco ni por la iglesia, pero no me importaba, pues tu padre era muy querendón y pues, yo le bastaba. Después cambió mucho e igual cosa sucedió conmigo. Nos soportábamos por los negocios pero cada quién dormía en su cama. Afortunadamente la casa era grande y se hizo otra habitación. Por cierto, doña Matilde fue contratada para ser la cocinera, y otra chamaca, para limpiar los cuartos y las recámaras de don Gabriel y la mía.

En algunas noches, en que se quedaba en el comedor, me contaba de algunos hechos que se dieron, por las asonadas.
-¿Y de quién es el cadáver que vi hoy en la inspección de policía?. Todo agujereado y blanco, blanco.
-Sin duda de algún rebelde, pues muchos generales, frecuentemente se levantaban en armas y se llevaban a sus hombres, que habían peleado en la revolución, bajo su mando.

Asonadas y balazos, rebeldías y muertos. México no se pacificaba. Seguían en la lucha por el poder. ¿O había otra causa de mayor fuerza?

En otra ocasión la abordé y le pregunté si el amor tenía un límite. Le expliqué el motivo de tan tonta pregunta y a la vez le dije que yo no pensaba casarme, hasta haber cumplido con la promesa de ser un primer actor, de alguna compañía e irme de gira por Latinoamérica y aún España. Deseos locos que tenía en esos tiempos porque mi nombre apareciera en las marquesinas, en primer término del elenco; el primer actor, la figura, sobre quién pesaban la obras teatrales. Nunca pude ser lo que me obligaba mi vanidad. Pocos fueron los teatros en donde subí a sus escenasrios. Acabé siendo un cómico de la carpa, y un trabajador de la cultura y el arte. Hoy, cuando me preguntan por mi vida escénica, les digo, sin ruborizarme y muy valientemente: soy cómico y de carpa. Pero también soy escritor y periodista.

Y los calmaba. Pero se quedaban con las dudas. ¡No triunfó por malo y mediocre!. ¿Cómico de la lengua? ¿Cómicos de carpas?...Cómicos de la legua...

-Todo en la vida tiene un límite. Nada es eterno. La vida se acaba cuando llega la muerte y el amor, por lo consiguiente. Los límites los impone el hombre, la mujer, los hijos, los entenados. Vacilarás en las primeras tormentas, y reflexionarás y dirás: Hay que darse más tiempo, pero el tiempo también tiene su límite. No es eterno con el ser humano, también se le acaba cuando desaparece de la tierra. Así que los límites los impone uno y se dice: Hasta aquí llegamos y cada quién pinta su raya.

La última vez que vi a mi madre con vida, tan flaca para ese entonces, y con muy pocos alientos para llevar una plática normal, me sentí muy angustiado. Unos cuantos meses mas tarde, en el mes de mayo, moría. Hacía mucho tiempo que no derramaba una lágrima y ante su tumba, mis ojos se llenaron. Unas horas antes le había compuesto un poema a la muerta, y que leí en la ceremonia del entierro. En algún lado estará escondido, o traspapelado. Un poema a mi madre muerta que, tuvo confianza en mí, depositó sus esperanzas y yo le cumplí, hasta donde pude.

A veces la he soñado, vestida de adelita, con un gran rebozo negro, y una carabina cruzada, y una pistola, guardada entre su cinturón, caminando hacia uno de los trenes de los villistas, mientras aparece mi padre, vestido de soldado constitucionalista, y armado, que va al encuentro de la guerra y la muerte y ve ami madre, para luego besarse y abordar el tren, y viajar a ese espacio de donde los muertos ya no regresan.

La última vez que visitó mi mujer la tumba de Josefina Rodríguez Hernández, mi madre, me dijo que el lugar estaba sucio, lleno de hierbas, y sin flores. Hicieron la limpieza, estaba una de mis hijas, y pusieron en el florero , el recuerdo grato de unas rosas frescas.

Cuando me lo contó recordé las palabras del maestro de Galilea, Jesucristo, quien había dicho: Dejen que los muertos entierren a sus muertos y, tú sígueme. O como lo expresó el poeta nayarita, Amado Nervo: ¡Qué sólos se quedan los muertos!

DON RENATO PURAFACHA
Domingo 10 de Enero del 2010

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